Cuando aquella tarde llegó a la estación, le informaron a la elegante señora que el tren se retrasaría una hora. Fastidiada, compró una revista, un paquete de galletas y una botella de agua, para pasar el tiempo. Buscó un banco en el andén y se sentó a esperar.
A los pocos minutos un joven se sentó a su lado y la señora observó cómo aquel joven estiraba la mano, agarraba el paquete de galletas y, despreocupadamente, comenzaba a comérselas, una a una.
Molesta, y con un gesto exagerado, la señora tomó el paquete, sacó una galleta, la exhibió frente al joven y se la comió.
Como respuesta el joven tomó otra galleta y se la llevó a la boca.
La señora enojada repitió su acción anterior, a lo que el joven la imitó.
El diálogo de miradas y sonrisas continuó, hasta que la señora se dio cuenta que en el paquete sólo quedaba una galleta.
Con suavidad, el joven alargó la mano, tomó la última galleta, la partió en dos y dio una mitad a la dama, que cada vez estaba más irritada.
Entonces el tren anunció su partida. La furiosa señora miraba desde la ventanilla al joven, mientras pensaba: ¡Qué insolente! ¡Qué mal educado!
Sin dejar de mirar con resentimiento al joven, la mujer buscó la botella de agua en su bolso y se quedó totalmente sorprendida cuando encontró en ella, su paquete de galletas intacto. Cuantas veces la desconfianza instalada en nosotros hace que juzguemos injustamente a las personas y las encasillemos en ideas preconcebidas, muchas veces alejadas de la realidad, y que nos atormentan con problemas que tal vez nunca ocurran.
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