Ha sido una de las leyendas que más codicia y depredación desató desde que los conquistadores españoles, con Pizarro a la cabeza, penetraron en América del Sur a principios del siglo XVI.
De los indios Chibchas, adoradores del Sol que habitaban las elevadas y frías llanuras cercanas a la actual Bogotá, oyeron los conquistadores las primeras noticias sobre lo que ellos pensaron que era una ciudad de oro, oculta en repliegue de los Andes. Parece ser que los indios no sólo adoraban al Sol, sino también a su jefe. Su persona era tan sagrada que ningún miembro de la tribu podía contemplarla, y una vez al año se cubría de resinas y se espolvoreaba con oro (de ahí el Dorado) con el fin de celebrar un extraño ritual, que consistía en conducir en una balsa hasta el centro de un lago para echar en él ofrendas de oro, con el fin de calmar el alma de la “diosa del lago”, la esposa de un rey que se ahogó en él convirtiéndose en diosa, según una leyenda de los indios. De ahí vendría el nombre de El Dorado, que fue confundido con un lugar fabuloso en la fantasía de los que escuchaban rumores y leyendas.
El lago en cuestión era el Guatavita, y se consideró como el lugar donde reposaba un incalculable tesoro. Hubo algunos intentos infructuosos de drenaje, y se encontraron algunos objetos de oro, pero la locura del hombre por el oro llevó a emprender otras expediciones en busca de El Dorado auténtico, durante mucho tiempo, y así fue ubicado en diferentes puntos de América, según los mapas de la época, pero lo cierto es que no dejó de ser nunca una leyenda mítica que causó estragos.
A. Andrés.
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