lunes, 26 de octubre de 2009

Hacen falta cinco cumplidos para resarcir un insulto

Anuncio de la Juvenile Protective Association en una campaña para generar conciencia sobre las profundas heridas psicológicas que deja el abuso verbal. (Fuente: Delyrarte.)


Científicamente se ha demostrado que son necesarios cinco cumplidos seguidos para borrar las huellas perversas de un insulto. Los que tienen la manía de contradecir siempre al que está delante no gozan de tiempo material para paliar el efecto perverso de su ánimo contradictor.

¿Cómo podemos aplicar en la vida cotidiana los resultados de este hallazgo experimental? ¿Cómo podemos coadyuvar a que la ciencia penetre en la cultura popular? Es evidente que los experimentos efectuados sobre los méritos relativos del cumplido y de la anatema del contrario pueden ayudar a mejorar la vida en común de la pareja. O, simplemente, a sacar las conclusiones pertinentes que pongan fin a la ansiedad generada en el contexto de esa convivencia.

La primera conclusión que se desprende de los experimentos sobre los efectos de la contrariedad provocada por el discurso agresivo se aplica a la pareja y a todas las demás situaciones que puedan contemplarse como la vida en sociedad o la política. Antes de decirle a alguien: “Te equivocas de cabo a rabo, como siempre”, habría que pensárselo dos veces.

El efecto de la palabra desabrida es más perverso que la propia sucesión de hechos. El impacto del lenguaje es sorprendentemente duradero. Es muy fácil constatar con los niños de tres o cuatro años los efectos indelebles de aprehender una palabra por escrito, de captar su significado plasmado mediante letras. Una actitud perversa la pueden imaginar con un dibujo sencillo –de un chimpancé empujando a otro al río o de una persona soltando una piel de plátano en la baldosa que está a punto de pisar un anciano–, pero en cuanto un niño ha aprendido a escribir “perverso” le quedará grabada para siempre esa palabra. El poder de la palabra escrita en los humanos supera todo lo imaginable. No me pregunten por qué.

Tal vez la palabra escrita –se empezó a practicar hace unos tres o cuatro mil años– comportaba una dosis de compromiso que nunca tuvo la palabra hablada, aunque lo pretendía: “Te doy mi palabra”, se dice. Los acuerdos contractuales son de fiar cuando se explicitan mediante un texto escrito y es recurriendo a su constancia cuando se pueden exigir comportamientos anticipados.

Lo que estamos descubriendo –ahora que científicos como el psicólogo Richard Wiseman se adentran en ello– es lo que le pasa a la gente por dentro cuando se comporta de una manera determinada. Más de un lector se preguntará, por supuesto: “¿Es posible que durante miles de años hayamos prodigado menos cumplidos que acusaciones, sin saber que estábamos destruyendo la convivencia de una pareja o de una sociedad?”. Ahora resulta que, después de años investigando las causas de la ruptura de una pareja, el porcentaje de las que desaparecen es mucho mayor cuando uno de los miembros es extremadamente tacaño en los cumplidos, costándole horrores admitir: “¡Qué razón tienes, amor mío!”.

Que conste que los mismos experimentos están haciendo aflorar una sospecha centenaria. No sirve de nada mentir y buscar maneras alambicadas de hacer creer al otro que compartimos su criterio, estando a años luz de hacerlo. Cuando los consultores de parejas problemáticas o en vilo aconsejan mayor recato, fórmulas envolventes que disfracen la situación real o sobreentendimientos subliminales, no consiguen engañar a nadie.

Siendo eso así, resulta inevitable preguntarse por los efectos sociales de que la mitad de la población esté siempre imputando al resto razones infundadas, taimadas, perversas, interesadas para explicar su comportamiento. Será muy difícil no sacar la conclusión de que esas palabras calan hondo en la mente colectiva y acaban dividiendo en dos partes irreconciliables a la sociedad.






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