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Algunas personas lo tienen todo, y no se dan cuenta. Otras no tienen nada, y tampoco se dan cuenta. Este ha sido el caso de Shin Dong-Hyuk. No sabía que no tenía nada, porque durante sus primeros 22 años de vida el mundo se reducía a lo que veía en el Campo 14; el exterior, ni sabía que existía.
De hecho, él pensaba que todo el mundo (excepto los guardas, claro) casi se moría de hambre a diario, como él, o que en todos los sitios trabajan prácticamente todos los días del año en canteras o en labores de similar exigencia, y que todas las madres no eran sino rivales de sus hijos en la dura pugna por la escasísima comida disponible.
Durante la mayor parte de su vida, este joven norcoreano vivió el infierno en su más categórica y asfixiante forma. Seguro que, ése del que nos advertían cuando estudiábamos el catecismo, si de verdad existe, no es tan despiadado como el de los campos de concentración de Corea del Norte.
Por eso, como aquello era el infierno, a Shin no le sorprendió, ni tampoco le disgustó especialmente, que el profesor matara a golpes a una compañera suya de clase, de 8 años, por encontrarle unos granos de maíz ocultos en su bolsillo. Ningún compañero se inmutó. Todos permanecieron ahí, viendo cómo se ensangrentaba la niña mientras continuaba la paliza del maestro con su puntero, hasta que moría.
Shin ni siquiera lo sintió, o eso recuerda. Al fin y al cabo, robar comida estaba prohibido. Como, también, intentar huir del campo. Shin, cuando tenía 14 años, no intentó huir, pero los guardas pensaron que sí. De tal modo que, aún siendo un niño, descendió del infierno a un lugar aún peor, en el que lo torturaron colgándolo de pies y manos de una barra que acercaban y alejaban al fuego, para que confesara. El obsceno ritual se prolongó varias semanas, pero no Shin no cedió: no tenía qué confesar.
Es difícilmente concebible una vida en la que, desde que naces, nadie te ofrece cariño, sino insultos y órdenes y, a menudo, palizas. Un lugar donde el frío y el hambre son inhumanos, como el trato de los carceleros. Un territorio en el que no hay ni rastro del amor, ni de la amistad, ni de la lealtad, ni de ninguna de las virtudes que los individuos, si nos esforzamos, podemos llegar a sentir y a proyectar hacia otros.
Con 22 años, el norcoreano se convirtió en el primer hombre -y único, hasta la fecha- que ha nacido en un campo de concentración norcoreano y ha logrado escapar. Sus padres, también prisioneros, lo concibieron en varias noches de premio obsequiadas por los guardas por su buena conducta.
Años después, torturaron a toda la familia por un intento de huida del que ni Shin ni su padre eran responsables; los que verdaderamente se disponían a hacerlo, su madre y su hermano, fueron ejecutados... delante de Shin y de su padre.
La historia de este joven, espeluznante en ocasiones, maravillosa en otras y siempre extraordinaria, la cuenta Blaine Harden en "Evasión del Campo 14", el libro publicado esta semana por la editorial madrileña Kailas.
En el testimonio del ex preso, y en la historia que se desprende de él, se puede encontrar una perspectiva fundamentalmente atroz sobre la condición humana que concluye en una gran pregunta: ¿Cómo es posible?
En Corea del Norte hay unos 200.000 prisioneros políticos que viven en campos de concentración. La longevidad de estos campos es ya mucho mayor que la que sufrieron los infaustos centros que creó Hitler para desarrollar su perversa "solución final".
El funesto régimen de Kim Jong-un, el "Querido líder", ejecuta, tortura y maltrata hasta límites incompresibles para la razón; también, para el corazón. E, igual que pasó al respecto de los campos construidos por el gobierno nazi en los 40, que durante años nadie hizo nada, ahora, tampoco se hace nada mientras los cautivos mueren de hambre, de frío o por las enfermedades que sus debilitados organismos no logran superar.
En el testimonio de Shin en "Evasión del Campo 14" se desenmascara la siniestra barbarie que los humanos podemos infringir, sin razón alguna, a nuestros semejantes. Resulta no solo primordial saberlo, también imprescindible. Así, si Occidente continúa mirando hacia otro lado, al menos que no lo haga sin remordimiento.
FUENTE: elmundo.es
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