viernes, 15 de agosto de 2014

IMPACTO DE IDEAS NUEVAS



Director de La American Magazine en una editorial (principios de los años 30)

Recientemente, en una noche lluviosa, Carl Lomen, el rey de los renos de Alaska, me contó una historia real. Desde entonces la he tenido en mente. Y ahora la voy a transmitir.

Hace unos años, cierto esquimal de Groenlandia -cuenta Lomen- fue llevado a una de las expediciones norteamericanas al Polo Norte. Más adelante, como recompensa por sus fieles servicios, lo llevaron a la ciudad de Nueva York para una visita corta. Ante todos los milagros de la vista y el sonido, se quedó absolutamente maravillado. Cuando regresó a su aldea natal contó historias de edificios que se elevaban hasta la propia faz del cielo, de tranvías que describió como casas que se movían a lo largo de un sendero y en los que la gente vivía mientras éstos avanzaban, de puentes gigantescos, luces artificiales, y de todos los otros deslumbrantes encantos de la metrópolis. 
Los habitantes de su pueblo se lo quedaron mirando con frialdad y luego lo dejaron. Y a partir de ese momento, en todo el pueblo lo apodaron “Sagdluk”, que quiere decir “el mentiroso”, nombre que arrastró con vergüenza hasta su tumba. Mucho antes de su muerte, su nombre original se había olvidado por completo. 
Cuando Knud Rasmussen viajó de Groenlandia a Alaska, estuvo acompañado de un esquimal groenlandés llamado Mitek (pato de flojel). Mitek visitó Copenhague y Nueva York, donde vio muchas cosas por primera vez y quedó sumamente impresionado. Luego, al regresar a Groenlandia, recordó la tragedia de Sagdluk y decidió que no era conveniente contar la verdad. En lugar de eso, narraría historias que su pueblo pudiera comprender, y así salvaría su reputación.
De modo que les contó que él y el doctor Rasmussen guardaban un kayak en las orillas de un gran río, el Hudson, y que cada mañana se iban a él a cazar. Había patos, gansos y focas en abundancia, y disfrutaron enormemente de la visita.
A los ojos de sus compatriotas, Mitek es un hombre muy honesto. Sus vecinos lo tratan con un respeto poco habitual. 
El camino de quien dice la verdad siempre ha sido escabroso Sócrates tuvo que tomar cicuta, Cristo fue crucificado, Estaban lapidado, Bruno quemado en la hoguera, Galileo aterrorizado hasta retractarse de sus “verdades estelares”, y uno podría seguir eternamente ese rastro cruento por las páginas de la historia. 
Hay algo en la naturaleza que hace que nos sintamos ofendidos por el impacto de ideas nuevas.


Odiamos que se modifiquen las creencias y prejuicios que hemos heredados junto con los muebles de la familia. En la madurez, muchos de nosotros hibernamos y vivimos con los viejos fetiches. Si una idea nueva invade nuestra madriguera, nos levantamos de nuestro sueño invernal gruñendo.

Los esquimales, al menos, tenían alguna excusa. No eran capaces de visualizar las asombrosas imágenes que dibujaba Sagdluk. Sus sencillas vidas habían estado circunscritas durante demasiado tiempo a la triste noche del Artico.

Pero no hay ningún motivo correcto para que la persona media cierre su mente a nuevos “puntos de vista” sobre la vida. Sin embargo lo hace, de todos modos. No hay nada más trágico (o más corriente) que la inercia mental. Por cada diez personas físicamente perezosas, se encuentran diez mil con mentes estancadas. Y las mentes estancadas son los lugares donde se engendran los miedos.

Un viejo granjero en Vermont solía acabar siempre sus plegarias con este ruego: “Oh Dios, ¡dame una mente abierta!. Si más personas siguieran su ejemplo podrían evitar estar paralizadas por los prejuicios. Y qué lugar tan agradable para vivir sería este mundo.



Frag. Del libro “Las leyes del éxito”, vol I, páginas 102-103, autor Napoleón Hill










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