domingo, 3 de enero de 2010

Venganza y desamor



¿Por qué nadie ha indagado en la arqueología de las emociones? Ni se me ocurriría cuestionar la conclusión consensuada del debate sobre la tesitura de las emociones humanas: que éstas son lo único con lo que venimos al mundo, que son básicas, universales y que todos, desde los gaboneses hasta los indios, las expresan de forma parecida.

¿Pero la ira ha ido amainando con los siglos?; ¿el desamor se disfrazó siempre de conductas vengativas o sólo fue así en los orígenes?; ¿la ansiedad precedió siempre al miedo alertando de lo que venía o antes se desplomaba uno, vencido por el pánico paralizante, desde que explosionaba la amenaza?

Claro, no es baladí lo que habría descubierto la arqueología de las emociones, de haberse dado. En el pasado, como ocurre tan a menudo, podrían estar las claves del futuro. Si la venganza contra el ser amado responsable de la traición amorosa hubiera caracterizado solamente las conductas iniciales que se perdían en los tramos primordiales del sentimiento humano, lo lógico sería esperar que, de cara al futuro, los atisbos de venganza acabaran desapareciendo y que un desamor siguiera removiendo las entrañas, sin despertar ánimos de vendetta y destrucción.


Por eso, me ha dejado atónito el reencuentro con un ser muy querido en el otro hemisferio. Ella ha sufrido apaleamientos y maltratos pavorosos, incluidos de orden sexual. Estas lesiones provocaron un cambio sorprendente en su carácter. Aquel maltrato soez y desenfrenado ha hundido sin remisión su voluntad de sobrevivir. Una y otra vez respondía a la humillación y a los golpes con nuevas muestras de connivencia y perdón.

“Mi vida no vale nada”, repetía. “Con la cantidad de gente que ansía vivir, que podría disfrutar con mi vida, y a mí me sobra”, añadía.

No creía lo que mis ojos estaban viendo. Yo la había conocido cuarenta años antes, en plena juventud. La reconocía todo el mundo no sólo por su belleza, sino por su voluntad indomable y poder absoluto frente al resto de los hombres. Las vacilaciones de estos últimos eran bien conocidas: algunos declarados bravucones, primero, se reían de ella o le gastaban bromas hasta que les cortaba el aliento. Después, la atacaban intentando arrimarse para abrazarla. Pero ella sacaba una daga de cacha blanca con una bolita de bronce en la punta con la que los tumbaba, heridos, en el suelo.

“Mira, hijo de la chingada, no porque veas que soy mujer vas a jugar conmigo; yo con el que quiero hasta me le arrastro, ¡pero a güevo, no!”, exclamaba. ¡Dios mío! ¿Qué es lo que había ocurrido? ¿Qué tempestad, qué lluvia de meteoritos devastadores tuvo que sorprenderla para que dejara de ser quien fue y se convirtiera en aquella alma plañidera? Empecé a indagar en su entorno, preguntando a todo el mundo que pudiera describirme qué cosa o qué persona había sido capaz de cambiarla radicalmente. Tenía que ser algo exterior a ella que la hubiera pillado desprevenida.

Nada de nada de todo eso. Cuando falta la persona amada, se comprueba, en efecto, que el mundo se queda en nada. A mi amiga del alma no la había hundido ninguna daga exterior, sino un gran amor surgido desde dentro.


Eduard Punset



Venganza y desamor

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