Eduard Punset
Los domingos por la tarde en la década de 1940 -cuando yo tenía 10 años-, mi padre solía llevarme a la clínica psiquiátrica enclavada en el municipio de Vilaseca de Solcina, gestionada por la Diputación de la provincia de Tarragona. En el manicomio -como se los llamaba entonces-, mi padre cuidaba de las enfermedades ordinarias de los pacientes. De los trastornos mentales, se cuidaban otros.
Inyecciones de trementina y camisas de fuerza para inmovilizar a los pacientes excitados en exceso, mientras que el resto hacía largas colas para someterse a los electroshocks. Eran las últimas terapias que se aplicaban a aquellos cerebros desquiciados. Cada vez que, sesenta años más tarde, conversaba con los neurólogos, los fisiólogos, los psicólogos, los médicos y los estudiosos del cerebro para escribir El alma está en el cerebro, revivía aquellos recuerdos de la infancia. La mayoría de aquellos enfermos no sabían de dónde venían, dónde estaban ni a dónde iban.
Desde entonces el camino recorrido por la neurociencia no tiene parangón en ninguna otra disciplina. Mi intención al escribir El alma está en el cerebro era, justamente, que mis lectores compartieran conmigo los descubrimientos fascinantes sobre el funcionamiento de este artilugio que llevamos dentro. Como dice el fisiólogo y neurólogo Rodolfo Llinás, los moluscos llevan el esqueleto por fuera y la carne por dentro, mientras que nosotros llevamos la carne fuera y el esqueleto dentro -con el cerebro bien a oscuras recibiendo señales codificadas del mundo exterior-. E instrucciones improbables para sobrevivir.
En Vilaseca ya se sabía entonces que los malos espíritus no eran los responsables -lo siguen siendo en una buena parte del planeta- de los desmanes mentales. Ya no se los exorcizaba. Sabíamos que el mal estaba en el propio cerebro. Que la ansiedad, el estrés, la depresión, la esquizofrenia y hasta la epilepsia eran indicios claros de que el cerebro no funcionaba bien. Durante mucho tiempo de poco sirvió este descubrimiento revolucionario cuyos detalles el lector tendrá oportunidad de ir deshilvanando en las páginas del libro. ¡Conocíamos tan poco sobre los mecanismos del cerebro encerrado dentro del cuerpo!
Cuando se supo que el alma estaba en el cerebro, se descubrieron las bases de la neurobiología moderna: que funcionamos con un cerebro integrado, que guarda lo esencial de nuestros antepasados los reptiles y los primeros mamíferos, junto a la membrana avasalladora del cerebro de los homínidos, y que están integrados pero no revueltos; es decir, que las comunicaciones entre ellos no son necesariamente fluidas y seguras. Gracias a las nuevas tecnologías de resonancia magnética y otras hemos aprendido a identificar dónde fallan esas señales cerebrales y ahora podemos descubrir cómo funciona un cerebro locamente enamorado o las partes que permanecen inhibidas en la persona incapaz de ponerse en el lugar del otro, como les ocurre a los psicópatas.
Si muchos de los enfermos del manicomio de Vilaseca no hubieran muerto, ahora vivirían sin tanto sufrimiento y, tal vez, hasta disfrutarían de horas de sosiego leyendo las páginas de El alma está en el cerebro.
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