Anagrama. Barcelona, 2004.
José Antonio Marina lleva más de una década empeñado en analizar las distintas facetas de la naturaleza humana en lo que puede considerarse un único ensayo por entregas. Como en ciertas novelas inglesas decimonónicas, en este ensayo se cumplen las reglas de oro del fraccionamiento: cada fracción debe encarnar una parte sustancial de lo que se quiere contar, sin dejar de darnos noticia sinóptica o periscópica de la totalidad, y debe dejarnos en espera impaciente de la siguiente entrega.
Recuerdo que, un día de 1992, una página suelta de Elogio y refutación del ingenio, leída en un suplemento literario, me llevó al nombre de su autor. Desde entonces, en una docena de entregas, éste ha ido abordando distintos aspectos del tema central, tales como la inteligencia creadora, la ética, los sentimientos, la voluntad, el lenguaje, la sexualidad o la razón. El presente libro trata sobre la teoría y la práctica de la estupidez o, dicho en palabras más suaves, sobre la inteligencia fracasada.
Para Marina, la inteligencia es “la capacidad de un sujeto para dirigir su comportamiento, utilizando la información captada, aprendida, elaborada y producida por él mismo.” Con esta definición trata de superar una reducción del concepto al conjunto de las capacidades cognitivas básicas, que son susceptibles de ser medidas por los tests de inteligencia, y se alinea con los que proponen que la invención de fines es la característica más propia de la inteligencia humana. Además de la inteligencia estructural o computacional, habría que considerar el uso de la inteligencia, la inteligencia en acción o inteligencia ejecutiva, que hasta ahora no ha sido susceptible de ser medida.Con esta concepción más amplia de la inteligencia, se aumentan también las oportunidades para que ésta no cumpla sus fines. Ya no se trata sólo de las patologías mentales severas, las deficiencias y los traumas que afectan a la inteligencia estructural, que en la terminología de Marina pueden englobarse bajo la denominación de “inteligencias dañadas”, sino también de los elusivos desvíos de la inteligencia en acción, de las “inteligencias fracasadas”. Sobre estas últimas se reflexiona en la presente entrega, cuyo punto de partida es la paradoja de que personas en extremo inteligentes, según las pruebas al uso, puedan usar su inteligencia estúpidamente.
Las oportunidades de fracasar son muy diversas, tanto como las de triunfar, y Marina se propone elaborar una taxonomía de la estupidez –dice haber salido a herborizar–, agrupando los fracasos según las funciones básicas: los cognitivos, los afectivos, los de lenguaje y los de la voluntad. Entre los primeros se incluyen aquellos que aparecen cuando “alguien se empeña en negar una evidencia... cuando una creencia resulta invulnerable a la crítica o a los hechos que la contradicen, cuando no se aprende de la experiencia...”. Las principales patologías que considera el autor en este apartado son: el prejuicio, actitud que implica estar seguro de algo que en realidad se ignora; la superstición, como supervivencia de una creencia muerta; el dogmatismo, inmune a la crítica; o el fanatismo, que incluye todos los fracasos cognitivos, junto a una defensa de la verdad absoluta y una peligrosa llamada a la acción.
La inteligencia que termina en conducta “es una mezcla de conocimiento y afecto”, conclusión que Marina hace entroncar con lo que sabemos sobre el cerebro: no hay una inteligencia cognitiva y otra emocional sino deseos intelectualizados o intelectos deseantes. Esto le permite distinguir entre sentimientos inteligentes y sentimientos estúpidos. Nacemos con una personalidad recibida, compuesta de inteligencia básica, temperamento y sexo, adquirimos unos hábitos, y añadimos planes y comportamientos que acaban constituyendo nuestra personalidad elegida. Sobre lo recibido, que nos hace propensos a la felicidad o a la desdicha, se superponen componentes de nuestra personalidad que la salvan de un determinismo irremediable y nos permiten participar en un juego en el que no gana el que tiene la mejor baza (genética) sino el que lo juega mejor. Es en este juego, viene a decir Marina, donde hay margen para el fracaso de la inteligencia afectiva.
Frente a la bendición constructiva del lenguaje, la maldición destructiva de su fracaso al comunicarnos con nosotros mismos o con los demás. La ausencia de lenguaje como fracaso, la sumisión al automatismo del discurso, el malentendido o la sumisión a la mecánica del género son las principales patologías del lenguaje que nos despieza el autor en un capítulo lleno de ejemplos concretos, empezando por un famoso diálogo de la obra de Edward Albee ¿Quién teme a Virginia Wolf?
Finalmente, el cuarto grupo taxonómico propuesto por Marina incluye los fracasos de la voluntad, fracasos que también ve como derrotas de la libertad. Lo que el autor considera como voluntad es el conjunto de cuatro habilidades aprendidas: inhibir el impulso, deliberar, decidir, mantener el esfuerzo. Desde esta óptica, el fracaso de la voluntad es la derrota de la libertad, y puede afectar a la inteligencia estructural o a la inteligencia ejecutiva, vertientes que se analizan en sendos capítulos. El análisis de la inteligencia y la estupidez en su dimensión colectiva, y un epílogo –“Elogio de la inteligencia triunfante”–, completan este libro en el que los seguidores del autor no tendrán dificultad en identificar los temas ya tratados en entregas anteriores, pero ahora vistos desde su vertiente patológica. Cada uno de los capítulos se relaciona, deriva o amplía temas tratados en otros libros.
Marina es un pensador, un ensayista y un pedagogo que ejerce sus tres vocaciones de una forma integrada y a quien no importa correr ciertos riesgos. El compromiso de escribir en un vigoroso y depurado estilo literario, pero con la claridad como lema, no es el menor de ellos. Y no es desdeñable el que corre al declarar: “La finalidad de este libro es ayudar a reducir la vulnerabilidad humana.” Como pensador hay que agradecerle que no se arredre ante el recorrido casi imposible que lleva de la física y la ciencia de la computación a la biología y la filosofía.
Descifrar el cerebro y sus gracias es uno de los grandes retos del siglo XXI. Francis Crick murió mientras ultimaba su teoría sobre el claustrum, una región del cerebro que parece jugar un papel crucial en nuestra consciencia, y Jeff Hawkins, un ingeniero de Silicon Valley, acaba de proponer una teoría revolucionaria sobre el funcionamiento del córtex. A Marina le seguirá quedando mucha tela que cortar.
Francisco GARCÍA OLMEDO
Dos cuestiones a José Antonio Marina
– ¿A qué se debe el fracaso de la inteligencia?
– Para entender esos fracasos hay que distinguir entre la “inteligencia estructural”, es decir, la que miden los test de inteligencia, y el “uso” que se hace de esa inteligencia. La paradoja se da porque gente muy inteligente puede usar la inteligencia muy estúpidamente. A mi juicio, el uso es más importante que la estructura, y debemos llamar inteligente a quien actúa bien, no a quien saca unos rendimientos excepcionales en los test. No olvidemos que la finalidad de la inteligencia no es el conocimiento, sino la felicidad. Se fracasa porque se eligen mal las metas, por falta de crítica, por exceso de pasión, por egocentrismo.
– ¿Por qué debería elaborarse una teoría científica de la estupidez?
– Los fracasos de la inteligencia siempre producen desdicha en el plano privado e injusticia –que es otro tipo de desdicha– en el plano público. Por eso es tan importante estudiar la estupidez.
Recuerdo que, un día de 1992, una página suelta de Elogio y refutación del ingenio, leída en un suplemento literario, me llevó al nombre de su autor. Desde entonces, en una docena de entregas, éste ha ido abordando distintos aspectos del tema central, tales como la inteligencia creadora, la ética, los sentimientos, la voluntad, el lenguaje, la sexualidad o la razón. El presente libro trata sobre la teoría y la práctica de la estupidez o, dicho en palabras más suaves, sobre la inteligencia fracasada.
Para Marina, la inteligencia es “la capacidad de un sujeto para dirigir su comportamiento, utilizando la información captada, aprendida, elaborada y producida por él mismo.” Con esta definición trata de superar una reducción del concepto al conjunto de las capacidades cognitivas básicas, que son susceptibles de ser medidas por los tests de inteligencia, y se alinea con los que proponen que la invención de fines es la característica más propia de la inteligencia humana. Además de la inteligencia estructural o computacional, habría que considerar el uso de la inteligencia, la inteligencia en acción o inteligencia ejecutiva, que hasta ahora no ha sido susceptible de ser medida.Con esta concepción más amplia de la inteligencia, se aumentan también las oportunidades para que ésta no cumpla sus fines. Ya no se trata sólo de las patologías mentales severas, las deficiencias y los traumas que afectan a la inteligencia estructural, que en la terminología de Marina pueden englobarse bajo la denominación de “inteligencias dañadas”, sino también de los elusivos desvíos de la inteligencia en acción, de las “inteligencias fracasadas”. Sobre estas últimas se reflexiona en la presente entrega, cuyo punto de partida es la paradoja de que personas en extremo inteligentes, según las pruebas al uso, puedan usar su inteligencia estúpidamente.
Las oportunidades de fracasar son muy diversas, tanto como las de triunfar, y Marina se propone elaborar una taxonomía de la estupidez –dice haber salido a herborizar–, agrupando los fracasos según las funciones básicas: los cognitivos, los afectivos, los de lenguaje y los de la voluntad. Entre los primeros se incluyen aquellos que aparecen cuando “alguien se empeña en negar una evidencia... cuando una creencia resulta invulnerable a la crítica o a los hechos que la contradicen, cuando no se aprende de la experiencia...”. Las principales patologías que considera el autor en este apartado son: el prejuicio, actitud que implica estar seguro de algo que en realidad se ignora; la superstición, como supervivencia de una creencia muerta; el dogmatismo, inmune a la crítica; o el fanatismo, que incluye todos los fracasos cognitivos, junto a una defensa de la verdad absoluta y una peligrosa llamada a la acción.
La inteligencia que termina en conducta “es una mezcla de conocimiento y afecto”, conclusión que Marina hace entroncar con lo que sabemos sobre el cerebro: no hay una inteligencia cognitiva y otra emocional sino deseos intelectualizados o intelectos deseantes. Esto le permite distinguir entre sentimientos inteligentes y sentimientos estúpidos. Nacemos con una personalidad recibida, compuesta de inteligencia básica, temperamento y sexo, adquirimos unos hábitos, y añadimos planes y comportamientos que acaban constituyendo nuestra personalidad elegida. Sobre lo recibido, que nos hace propensos a la felicidad o a la desdicha, se superponen componentes de nuestra personalidad que la salvan de un determinismo irremediable y nos permiten participar en un juego en el que no gana el que tiene la mejor baza (genética) sino el que lo juega mejor. Es en este juego, viene a decir Marina, donde hay margen para el fracaso de la inteligencia afectiva.
Frente a la bendición constructiva del lenguaje, la maldición destructiva de su fracaso al comunicarnos con nosotros mismos o con los demás. La ausencia de lenguaje como fracaso, la sumisión al automatismo del discurso, el malentendido o la sumisión a la mecánica del género son las principales patologías del lenguaje que nos despieza el autor en un capítulo lleno de ejemplos concretos, empezando por un famoso diálogo de la obra de Edward Albee ¿Quién teme a Virginia Wolf?
Finalmente, el cuarto grupo taxonómico propuesto por Marina incluye los fracasos de la voluntad, fracasos que también ve como derrotas de la libertad. Lo que el autor considera como voluntad es el conjunto de cuatro habilidades aprendidas: inhibir el impulso, deliberar, decidir, mantener el esfuerzo. Desde esta óptica, el fracaso de la voluntad es la derrota de la libertad, y puede afectar a la inteligencia estructural o a la inteligencia ejecutiva, vertientes que se analizan en sendos capítulos. El análisis de la inteligencia y la estupidez en su dimensión colectiva, y un epílogo –“Elogio de la inteligencia triunfante”–, completan este libro en el que los seguidores del autor no tendrán dificultad en identificar los temas ya tratados en entregas anteriores, pero ahora vistos desde su vertiente patológica. Cada uno de los capítulos se relaciona, deriva o amplía temas tratados en otros libros.
Marina es un pensador, un ensayista y un pedagogo que ejerce sus tres vocaciones de una forma integrada y a quien no importa correr ciertos riesgos. El compromiso de escribir en un vigoroso y depurado estilo literario, pero con la claridad como lema, no es el menor de ellos. Y no es desdeñable el que corre al declarar: “La finalidad de este libro es ayudar a reducir la vulnerabilidad humana.” Como pensador hay que agradecerle que no se arredre ante el recorrido casi imposible que lleva de la física y la ciencia de la computación a la biología y la filosofía.
Descifrar el cerebro y sus gracias es uno de los grandes retos del siglo XXI. Francis Crick murió mientras ultimaba su teoría sobre el claustrum, una región del cerebro que parece jugar un papel crucial en nuestra consciencia, y Jeff Hawkins, un ingeniero de Silicon Valley, acaba de proponer una teoría revolucionaria sobre el funcionamiento del córtex. A Marina le seguirá quedando mucha tela que cortar.
Francisco GARCÍA OLMEDO
Dos cuestiones a José Antonio Marina
– ¿A qué se debe el fracaso de la inteligencia?
– Para entender esos fracasos hay que distinguir entre la “inteligencia estructural”, es decir, la que miden los test de inteligencia, y el “uso” que se hace de esa inteligencia. La paradoja se da porque gente muy inteligente puede usar la inteligencia muy estúpidamente. A mi juicio, el uso es más importante que la estructura, y debemos llamar inteligente a quien actúa bien, no a quien saca unos rendimientos excepcionales en los test. No olvidemos que la finalidad de la inteligencia no es el conocimiento, sino la felicidad. Se fracasa porque se eligen mal las metas, por falta de crítica, por exceso de pasión, por egocentrismo.
– ¿Por qué debería elaborarse una teoría científica de la estupidez?
– Los fracasos de la inteligencia siempre producen desdicha en el plano privado e injusticia –que es otro tipo de desdicha– en el plano público. Por eso es tan importante estudiar la estupidez.